I

     El catorce de julio de ese caluroso verano, aparecía en la sección de anuncios del Oita Journal, el periódico de mayor tirada de la prefectura, tanto en su versión impresa como digital, un texto de apenas doscientas cincuenta palabras con el siguiente mensaje:

   La habitación se esconde en penumbra y noche. Sobre la mesa de cristal se amontonan, casi imaginarias, siluetas de libros y velas, que se muestran misteriosas y recónditas. En la galería hay una toalla colgada, esperando secarse a la luna; una vasija con agua, que hace de yacija a las dormidas rosas, y, en todas partes, terrazo claro bajo mis pies.

     Aún más abajo, corren libres, en mi reino, dos almas que se enredan y miman, juguetean y ríen, caminan titubeantes sobre un cable tendido al vacío y se aferran silenciosas al equilibrio de una barra de cristal, una única pértiga de la que penden ingenuas miradas coloreadas por pupilas amarronadas. Sus pies descalzos cobran fuerza y pugnan con ahínco por aferrarse a esa senda incierta e infinita. Se oye un susurro decadente de voces envueltas por cabellos largos y oscuros, con arcos de piel clara e iris confiados. Cada noche una nueva colina es conquistada y su manto de nieve virgen nos acoge indiferente, como si ya supiera de nuestra llegada. 

        Nada queda ya. 

      He vagado en la soledad intensa durante un corto espacio de tiempo, para mí un siglo. No soporto la idea de continuar adelante, con el desgarro de tu huida como único testigo. Ni consigo acallar este ruido insolente y perpetuo que me roe por haberte perdido. El día veintiuno de julio cortaré el último hilo que me une a este mundo y a tu recuerdo, pondré fin a este deambular carente de sentido.

 

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