Aunque había nacido y pasado toda su infancia en Oita, la cultura española corría por sus venas. Sus abuelos se encontraban entre los directivos que, a finales de los años sesenta del siglo XX, en pleno proceso de expansión del negocio, fueron desplazados a México por las empresas vascas en las que trabajaban a fin de gestionar las nuevas filiales allí creadas. Su padre, por entonces un niño, se acabaría formando como ingeniero de telecomunicaciones en Estados Unidos para, posteriormente, integrar un grupo de cualificados tecnólogos destinado a intercambiar conocimientos con empresas japonesas. Arribó a Japón en los años ochenta y no tardó en sucumbir ante aquella forma de vida, guiado por una tímida y abnegada secretaria. Esta, desde el primer momento, vio en el joven inmigrante recién llegado un atractivo espíritu libre, contrapunto de las pausadas y nada estridentes costumbres de la zona. Mientras, el joven cayó cautivado, creyendo percibir en esa mujer todos los rasgos que encarnaban el embrujo de lo oriental, de la para él aún desconocida y misteriosa cultura japonesa. Los primeros meses tras la llegada a la multinacional japonesa —cuando el idioma y la desubicación cultural suponían una continua fuente de frustraciones— fueron suavizados por la paciencia y constante atención de ella, que hizo las veces de intérprete, consejera y lazarillo para un torpe gaijin* todavía con mentalidad y perspectiva occidentales. Apenas tardaron seis meses en declararse íntima y pasionalmente el más profundo amor, y unos pocos días más en hacerlo público y oficial, siendo, en la zona, el primer enlace celebrado entre una japonesa y un americano-español, o al menos del que se hubiera tenido conocimiento. Arito nacería un año más tarde y crecería en el seno de una familia trilingüe que aprovechaba las escasas (...)
* Gaijin, que en japonés significa ‘extranjero’, suele conllevar un matiz peyorativo hacia los venidos de «fuera», de un lugar ajeno a la comunidad que conforma el país.
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